
El fenómeno de la creación de noticias falsas y su sistematización no es en absoluto nuevo. En El gran rumor, el experto en rumorología Marc Argemí, analiza las estrategias que siguieron las autoridades inglesas durante la Segunda Guerra Mundial. Al leerlo, te das cuenta de que las fórmulas actuales son las mismas que ya se utilizaban entonces, con el único añadido de que las redes sociales e internet se han demostrado un terreno fértil para hacerlas crecer y popularizarlas. Basta con un pequeño grupo de mentirosos para construirlas; del resto nos encargamos los demás, distribuyéndolas de manera acrítica cuando encajan con nuestros prejuicios.
Quizá si los medios tradicionales no sufrieran un gran descrédito social —ganado a pulso— la situación sería menos grave, porque, a pesar de todo, los mecanismos de control de la veracidad que ofrecían eran mejores que los actuales. Pero antes de poder investirlos de nuevo con esta responsabilidad, tendrán que repensarse, porque el tsunami de la desinformación es tan grande y devastador que también los ha transformado a ellos.
El papel de los medios de comunicación clásicos
Existe una gran controversia sobre el papel de quienes han sido históricamente nuestra fuente de información. Su función social era —y es— explicarnos qué pasa en el mundo y darnos elementos de criterio para formarnos una opinión propia. Gestionaban nuestra dieta informativa, que todos queremos equilibrada y sana.
Esto implica selección y priorización —de las que hablaremos más adelante—, condicionadas por la mirada del medio en cuestión. Es un juego de equilibrios entre el editor —que es la propiedad y tiene intereses cruzados políticos y económicos—, la dirección —que debería resultar incómoda para el editor—, los lectores —la verdadera razón de ser—, los anunciantes —que representan el grueso de los ingresos— y, por supuesto, multitud de grupos de interés —políticos, económicos, sociales…—. Todas estas partes mantienen un delicado juego de equilibrios que, bien gestionado y aunque pueda generar suspicacias, ha demostrado ser funcional durante muchos años.
En el centro están —o deberían estar— los ciudadanos, con necesidades distintas según la persona, la proximidad a los hechos, e incluso el momento del día… Y los medios, según su naturaleza, responden a ellas: la radio con inmediatez, la televisión haciendo tangible la noticia, y la prensa, con profundidad y análisis.
Información plana vs. jerárquica
A primera vista, internet parece ofrecerlo todo: más rápida que la radio, tan visual como la televisión y con acceso al análisis gracias a blogs como este. Un avance maravilloso, deslumbrante, que yo mismo defendí con vehemencia, convencido de que espolearía a los medios tradicionales a mejorar. El empujón que necesitaban para inclinar la balanza a favor de los lectores tras años en los que los intereses económicos habían primado. Me equivoqué.
Hay tanta gente publicando que el valor del contenido ha disminuido —y, en consecuencia, también la capacidad de pagarlos y, por tanto, el tiempo dedicado a elaborarlos y, finalmente, su calidad—, con incentivos muy perversos, como la primacía de la velocidad sobre la veracidad —es más costoso no haber sido el primero en publicar que la reina Isabel ha muerto que tener que corregirse porque todavía estaba viva—.
Incluso si asumimos que la voluntad de estos publicadores independientes es honesta, es imposible leerlo todo. Dejando de lado el problema de los algoritmos —lo recuperaremos más adelante—, la recepción de la información no tiene cribado. Es demasiado plana —o lo parece—. Esto hace recaer sobre nosotros, los ciudadanos, el esfuerzo de identificar qué es relevante. Esta tarea, en un periódico, la realiza una redacción, donde trabajan equipos que, además, disponen de herramientas —notas de prensa, teletipos de agencia, contactos…—. Es una labor inalcanzable para una sola persona.
Aquí es donde el modelo de los medios tradicionales se vuelve indispensable. Su principal misión es, precisamente, señalar qué es relevante y qué no. En otras palabras, jerarquizar la información. La alternativa —seductora— es la falacia de hacerlo nosotros mismos. En realidad, esta ilusión de libertad nos deja a la intemperie frente a las acometidas de los intereses de los creadores de contenido, sean o no fake news.
Internet y el formateo de la información
La información siempre llega a través de una forma que la organiza. El titular, la fotografía o la estructura del texto son elementos que condicionan la impresión que se lleva quien la recibe.
Cualquiera que quiera hacer un periódico en papel debe atender a unas reglas. Los lectores a menudo ni siquiera son conscientes de que existen —esa aparente banalidad es su fuerza y conlleva una gran responsabilidad, porque se puede hacer un mal uso de ellas—, pero, si desaparecieran, las echarían de menos. Por ejemplo, nadie aceptaría que, al pasar la primera página de un diario generalista, se encontrara una sección de entretenimiento —como pasatiempos o deportes— en lugar de una considerada “importante” —como internacional o política—.
Incluso los artículos tienen una estructura que los hace inteligibles:
- El titular resume la esencia de la información con rigor —con mirada propia, pero honesta, y claramente separada de la opinión—. Este punto es fundamental: si no quiero profundizar, leer el titular debe ser suficiente.
- Hay destacados, que permiten saber un poco más, sin entrar todavía en el detalle.
- Finalmente, el cuerpo del texto, que va de lo más relevante a lo más específico, de modo que puedes abandonar la lectura cuando sientes que no necesitas profundizar más, sin perder elementos clave.
Todo esto requiere de oficio y solo los buenos cocineros le encuentran el punto a la sal. Pero Google llegó a comienzos de siglo y cambió las reglas del juego. Los formatos antiguos estaban desfasados porque no eran óptimos para el consumo online. Desde el principio insistieron a los creadores de contenidos en la importancia de la longitud de los artículos —ni demasiado cortos, ni demasiado largos— y en la presencia —a ser posible con repeticiones— de las palabras que los usuarios utilizan para encontrarlos, cuanto más cerca del inicio del artículo, mejor.
Por eso, muchas publicaciones ni tienen la longitud adecuada para lo que quieren explicar ni empiezan por lo más importante. Saben que nos saltamos su lectura, pero un relleno inicial con un montón de palabras relacionadas mejora los resultados de las búsquedas. Esto es muy evidente en las recetas de cocina, que a priori no requieren grandes explicaciones, pero que suelen iniciarse con contenido irrelevante para la preparación, como este estofado de Directo al paladar.

Google también estableció un mecanismo para dar autoridad a las páginas —dependiendo del número de visitas y no de la calidad intrínseca del texto— que, además, se transmite a otras si la página con autoridad tiene enlaces. Como consecuencia, si quieres promocionar un artículo, tienes que citarlo en otras publicaciones, lo que provoca que los periodistas fuerzan la presencia de referencias.
El golpe final llega con la popularización del consumo de contenidos a través del móvil. Todos los contenidos en línea se han adaptado a él. La filosofía de diseñadores y programadores es mobile first: el contenido se maqueta primero para el móvil y después se adapta al resto de pantallas. El impacto más obvio son las fotografías, que han dejado de hacerse apaisadas, aunque suelen ser la mejor opción.
Naturalmente, los medios tradicionales no han sido ajenos a este formateo visual y de jerarquía de la información que, a su vez, nos formatea a nosotros mismos. Ya no va de calidad, sino de volumen. Se buscan las visitas, no que entiendas. Por eso interpretar la realidad es hoy mucho más difícil, como si viviéramos en un McDonals informativo.
Comparemos un mismo día en un mismo medio: la portada de La Vanguardia del lunes 15 de diciembre de 2025 muestra claramente los dos temas principales. Es fácil fijar la vista y dedicarles unos segundos, para después repasar rápidamente pequeños temas que están en la periferia. Fácil.

La versión web cambia un poco en función de la hora, pero tiende a mantener el contenido todo el día. Claramente buscan el equilibrio entre la inmediatez y la apuesta por ciertos contenidos. Los temas que están más arriba —lo que, como lectores, entendemos como más importante— tienen todos un tamaño similar y representan cuatro temáticas no relacionadas. Comprenderlo de un vistazo ya no es tan fácil como en el papel. Después hay un bloque de tres artículos relacionados bien estructurados, pero enseguida tenemos la sección de actualidad, con tres artículos desconectados entre sí. Cuesta más entender qué es importante y, por eso, es más probable que nos deslicemos por encima.

El móvil es precisamente el medio más confuso, porque es sencillamente un hilo de noticias desconectadas unas de otras, como se puede ver en este vídeo:
Se hace imposible llevarse una imagen clara de qué es importante y qué no. Y recordemos que el diseño crece del móvil a las pantallas grandes, lo que las contamina. Pero eso no es todo.
Salud, psicología, tecnología y las nuevas jerarquías transparentes
El problema de los soportes clásicos —TV, radio y prensa— con el exceso de dependencia de la publicidad se ha agravado. Para los “nuevos” medios gratuitos, el lector no es más que la oportunidad de impresionar un anuncio en un dispositivo y cobrar un poco de dinero. Para ser rentables, se necesitan muchas de estas impresiones. Y, como es lógico, estos consumidores de publicidad se cazan en los buscadores —que ya hemos analizado superficialmente— y en las redes sociales, que tienen una lógica interna completamente distinta.
En sus webs y aplicaciones, las redes muestran los titulares de los artículos. Si estos cumplen su función —resumir la noticia—, los clics caen en picado —y, a su vez, las deseadas impresiones publicitarias—. Por eso ahora sufrimos esta lacra de titulares que, en lugar de explicar, preguntan (“los cinco tips para saber si…”, “no creerás lo que le dijo el futbolista al entrenador después del partido…”), lo que rompe por completo la lógica informativa.
Otra forma de generar visibilidad es a través de las interacciones. Cuanto más polémico sea el artículo, mejor. Da igual que los comentarios sean críticos. Incluso el hecho de que un usuario abra el hilo de comentarios —aunque solo quiera leer sin participar— ya tiene un impacto positivo en el posicionamiento. Por eso medios serios se han abonado a poner el enlace de la noticia en el primer comentario, en lugar de en el encabezado, donde sería natural. Los usuarios abren el hilo, lo que las redes computan como interés.
Y falta una tercera pata, silenciosa pero hoy muy relevante: los agregadores tipo Google Discovery o MSN, que muchos tenemos en el móvil y el ordenador. Están llenos de artículos “blancos” sobre salud, psicología, tecnología, famosos… Con el menú gigantesco de opciones que tenemos, el premio se lo lleva lo llamativo, claro.
Los lectores no abren un artículo sobre la importancia de comer legumbres —eso ya lo saben—; van al que detalla los riesgos de ingerir gluten —aunque esté lleno de imprecisiones científicas y sea contraproducente—. No leen el que describe por qué superar una depresión cuesta tanto, sino el que explica los cuatro pasos infalibles para lograrlo, como si fuera un manual —absurdo— que hace más daño que bien.
Estas prácticas, propias de pseudomedios, también las utilizan las grandes cabeceras. De cara al público, nos muestran las “noticias” en un formato más clásico —aunque imperfecto, como hemos visto—, pero por detrás sus webs se están llenando de contenidos premiados por los “proveedores” de usuarios —buscadores, redes y agregadores—.
El sueño de la información plana, sin jerarquías, con la que podíamos fijar nuestros criterios, ha apuntalado una nueva jerarquía dominada por los algoritmos. Por si fuera poco y como es sabido, los algoritmos nos dan más raciones de lo que nos gusta, por lo que el sueño de la autogestión de la dieta informativa tiene un sesgo brutal. No solo condicionan lo que vemos —lo más polémico—, condicionan lo que se escribe —que necesita ser llamativo—, con el obvio impacto en la propia estructura de la información. El problema, por tanto, no son solo las fake news, sino el sistema en su conjunto.
La historia, que no se repite, pero rima
La prensa ya vivió un proceso similar con la aparición de la penny press. Hasta mediados del siglo XIX, solo los ricos podían permitírsela, pero la aparición de la máquina de vapor y la impresión automática democratizaron su acceso. Por un penique podías comprar un tabloide, pero con un gran coste oculto: la competencia, feroz, llamaba la atención con sensacionalismo que, a su vez, genera inseguridad ciudadana y miedos sociales compartidos.
Vivimos una época similar en lo informativo. Demasiada información no sirve para entender la realidad, sino que, más bien, la vuelve incomprensible. Y como el clic lo gana el sensacionalista, todos los medios lo son más de lo que eran, lo que amplifica los miedos sociales sin atender a ninguna realidad.
La jerarquía de contenidos es justo lo que da sentido a dejar que alguien decida por ti dónde poner la mirada. Su asuencia es, en realidad, una jerarquía transparente y banal. Indetectable, pero presente. Que ya no domina una redacción, sino un algoritmo.
Si los medios mezclan artículos de calidad con otros vacíos de contenido, los lectores tenemos que volver a trabajar para separar el grano de la paja. Voluntariamente o no, alimentan la rueda de la desinformación en la que vivimos.
Ahora se nos presenta el reto de la IA generativa. Los pioneros en analizar cómo afectará a las búsquedas de los usuarios —y, por tanto, al reparto del pastel de las visitas— nos dicen que lo más importante será la forma en que se conectan las ideas en el texto. Veremos qué ocurre. Pero, de nuevo, la forma natural de explicar los hechos se verá condicionada y podríamos dar un paso más en la dirección equivocada.
La desaparición de los aspectos negativos de la penny press llevó décadas, con la especialización de la prensa —algunos medios se quedaron con el “amarillismo”— y la consolidación de los grandes diarios urbanos —ver el mundo desde un lugar con mirada propia—.
Abandonar el colesterol informativo
Otorgar a las cabeceras la confianza de la selección de contenidos no implica hacerlo de forma acrítica. Es una gran responsabilidad y hay que exigirles en consecuencia. Han cometido muchos errores —y aún los cometen— y hay que estar alerta. Quizá necesitemos nuevos actores, no lo sé.
Sea como sea, alguien tiene que ayudarnos a escapar de la lógica del algoritmo. Que jerarquice y elija bien y nos evite el esfuerzo titánico de separar qué es cierto y qué es falso, qué es importante y qué es prescindible. No hace falta que haga la misma selección que haríamos nosotros; por eso es bueno tener más de un medio de referencia. Y, obviamente, no hay que abandonar internet; más bien aprovechar lo que hemos aprendido en lo analógico para mejorarlo, y no al revés.
Las sociedades sanas son capaces de tener debates sobre temas que afectan de verdad al día a día. El papel de los medios ha de ser generar el contexto donde eso es posible. Con toda seguridad, la respuesta está más en el contenido propio que en las visitas y las audiencias, que no pueden ignorar, pero tampoco deben ser la medida de su éxito.
Los medios han de recuperar un modelo informativo funcional, o sufriremos las consecuencias de un sistema esclerótico, incapaz de debatir sobre temas importantes, taponado por el exceso de noticias falsas e irrelevantes. Y los ciudadanos, asumir que ellos solos no pueden. Que el triaje previo es imprescindible, y que quedar en manos del youtuber o tiktokero de turno —o grupo de ellos— los deja a su merced.
Ahí está en punto donde las dos partes se necesitan. Esperemos que nos demos cuenta antes de que llegue el infarto, o pagaremos las consecuencias.